mano hacia el cielo

Solo Cristo nos hace dignos

En el universo Marvel hay una escena inolvidable. Odin, el padre de Thor, lanza un hechizo sobre el martillo Mjölnir: “Quien sostenga este martillo, si es digno, poseerá el poder de Thor”. La frase es poderosa porque introduce una pregunta que nos encanta: ¿qué significa ser digno?

En las películas y cómics de Marvel la respuesta está asociada con virtudes como el honor, la valentía, la pureza de corazón o la disposición a sacrificarse por los demás. Por eso Thor puede levantarlo, y en cierto momento Captain America también lo logra. Su dignidad esreconocida por lo que son y por lo que han hecho. Pero el evangelio nos confronta con una verdad opuesta. La Biblia nos muestra que nadie, por sí mismo, es digno. Ni por nuestra valentía, ni por nuestro honor, ni por lo que hayamos hecho por otros. Solo Cristo nos hace aceptos delante del Padre.

Y esta verdad queda bellamente expuesta en la historia del centurión que encontramos en Lucas 7:1–10 (pasaje paralelo en Mateo 8:5–13). Allí, en medio de una necesidad desesperada, la autoridad de Jesús como Señor despierta en el corazón de un gentil una fe tan grande que Cristo mismo la exalta como ejemplar. Veamos cómo este relato nos muestra tres perspectivas de la dignidad: la opinión de los demás, la opinión de nosotros mismos, y la que realmente importa: la de Cristo.

Dignos según los demás
Lucas nos dice que, cuando Jesús entró en Capernaúm, un centurión romano tenía un siervo gravemente enfermo, al borde de la muerte. Al oír hablar de Jesús, envió a unos ancianos judíos para pedirle que lo sanara. Ellos intercedieron con entusiasmo: “El centurión es digno de que le concedas esto; porque ama a nuestro pueblo y fue él quien nos edificó la sinagoga” (vv. 4–5).

El centurión, un oficial al servicio de Herodes Antipas, era un hombre con poder, dinero e influencia. Pero más allá de eso, había mostrado generosidad hacia los judíos, al punto de financiarles una sinagoga. Los ancianos, agradecidos, lo presentan como alguien que merece la ayuda de Jesús. Aquí está el primer contraste: los hombres valoran la dignidad en función de obras, favores y servicios. Según su evaluación, este centurión “se lo había ganado”. No es difícil vernos reflejados en esta lógica. Vivimos en una cultura donde el lema “me lo merezco” está por todas partes. Desde propagandas de belleza hasta discursos de autoayuda, la idea central es que tenemos méritos para exigir recompensas. A veces hasta trasladamos ese pensamiento a Dios: creemos que nuestras obras, ofrendas o sacrificios nos convierten en personas dignas de recibir su favor.

El problema es que esta forma de pensar no resiste la luz del evangelio. Pablo dice en Romanos 3:10: “No hay justo, ni aun uno” . Y en Efesios 2 nos recuerda que estábamos muertos en delitos y pecados, por naturaleza hijos de ira. Si Dios nos diera lo que merecemos, ninguno de nosotros tendría esperanza. Los judíos exaltaban los méritos del centurión. Pero lo sorprendente es que el propio centurión se veía de una manera muy distinta.

Dignos según nosotros mismos
Cuando Jesús se acercaba a la casa, el centurión envió a otros amigos con un mensaje impresionante: “Señor, no te molestes más, porque no soy digno de que tú entres bajo mi techo; por eso ni siquiera me consideré digno de ir a ti. Tan solo di la palabra y mi siervo será sanado” (vv. 6–7). Qué contraste tan radical. Los demás lo consideraban digno; él mismo se reconocía indigno. No era un gesto de falsa humildad, ni simplemente una barrera cultural por ser gentil. Lo que había en su corazón era el reconocimiento de la verdadera identidad de Jesús. El centurión había oído de su autoridad: enfermedades obedecían, demonios huían, el mar se calmaba. Así que no dudaba de su poder. No necesitaba contacto físico, ni rituales, ni gestos externos. Sabía que bastaba con una palabra de Cristo.

Él mismo, como militar, entendía lo que significaba tener autoridad. Cuando daba una orden, sus soldados la cumplían. Pero reconocía que la autoridad de Jesús era infinitamente mayor: no mandaba sobre cien hombres, sino sobre toda la creación. Por eso se confesaba indigno de estar frente a Él. Aquí aprendemos otra lección. Nada de lo que somos o hacemos —dinero, obras, reputación, influencia— nos da dignidad delante de Cristo. El centurión tenía poder, generosidad y reconocimiento social, pero delante del Señor todo eso era polvo. Su confesión de indignidad revelaba la fe más grande: ver la dignidad suprema de Cristo y reconocerse necesitado de Él. Jesús mismo lo resumiría más adelante: “Bienaventurados ustedes los pobres, porque de ustedes es el reino de Dios” (Lc 6:20). El centurión se reconoció como pobre espiritual, vacío, necesitado, indigno… y allí encontró la verdadera riqueza.

Dignos según Cristo
El clímax del relato llega en los versículos 9–10: “Al oír esto, Jesús se maravilló de él, y volviéndose, dijo a la multitud que lo seguía: ‘Les digo que ni aun en Israel he hallado una fe tan grande’”. Qué impresionante: Jesús se maravilla. El Hijo de Dios, que conoce los corazones, se asombra de la fe de un gentil. No era israelita, no tenía la Ley ni los profetas, no pertenecía al pueblo del pacto. Y, sin embargo, fue capaz de confiar en la autoridad de Cristo con una fe que superaba a la de los religiosos de su tiempo. Mateo añade que este hecho anticipaba la inclusión de muchos gentiles en el reino: “Vendrán muchos del oriente y del occidente, y se sentarán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob en el reino de los cielos” (Mt 8:11). Mientras tanto, muchos de los “hijos del reino” serían echados fuera. En otras palabras, no es la herencia, ni la religión, ni la cultura lo que nos hace aceptos delante de Dios, sino una fe auténtica en Cristo Jesús. La historia culmina con el siervo sanado. Una vida transformada es la evidencia de que la gracia de Dios no se queda en palabras, sino que produce frutos visibles.

Solo Cristo nos hace dignos
El relato del centurión nos deja tres espejos donde mirarnos. Los demás pueden halagarnos y decirnos que somos dignos por lo que hemos hecho. Nosotros mismos podemos oscilar entre sentirnos demasiado buenos o demasiado miserables. Pero al final, la única voz que importa es la de Cristo. Y Él nos recuerda que no somos aceptos por méritos propios, sino por la fe en su autoridad y en su obra en la cruz. El centurión reconoció su indignidad y confesó la grandeza de Cristo. Eso fue lo que Jesús elogió. Esa es la fe que abre la puerta del reino. No importa tu nacionalidad, tu posición social, tu lista de logros o fracasos. No importa si otros te aplauden o si tú mismo te desprecias. Solo Cristo puede decirnos quiénes somos y hacernos dignos ante el Padre. Y cuando lo reconocemos como Señor, confiando en que su palabra es suficiente, experimentamos lo mismo que aquel siervo en Capernaúm: vida nueva, fruto de la gracia de Dios.

Palabras finales: El martillo de Thor se levanta solo por quienes se consideran dignos según sus méritos. El evangelio, en cambio, nos recuerda que nadie lo es. Pero la buena noticia es esta: Cristo hace dignos a los indignos, aceptos a los rechazados, hijos a los enemigos. Esa es la esperanza que sostiene nuestra fe.

Foto Pastor Brayan Allín

Pastor de Iglesia Bíblica Palabra de Verdad desde 2018. Está casado con Johana Pérez Tabera y tienen dos hijos (Lían y Zoe). Es psicólogo de profesión, tiene un diplomado en estudios bíblicos del instituto integridad y sabiduría y actualmente completa sus estudios de licenciatura en teología en el Seminario Teológico Bautista Dominicano.

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