Lucas nos relata un episodio cargado de gracia:
“Después de esto, Jesús salió y se fijó en un recaudador de impuestos llamado Leví, sentado en la oficina de los tributos, y le dijo: «Sígueme». Y él, dejándolo todo, se levantó y lo siguió. Leví le ofreció un gran banquete en su casa, y había un grupo grande de recaudadores de impuestos y de otros que estaban sentados a la mesa con ellos” (Lucas 5:27–29).
Las palabras parecen sencillas, pero detrás de esta escena encontramos un retrato profundo de la misericordia de Jesús. Frente a Él está un publicano, alguien rechazado por su propio pueblo, marcado por la fama de ser corrupto, cómplice del imperio romano y oportunista con los más pobres. No había un grupo más despreciado que los cobradores de impuestos. Eran considerados pecadores de oficio, indignos de confianza, manchados por la avaricia. Sin embargo, allí, en medio de su vida común, Jesús fija su mirada en Leví y lo llama con un simple pero poderoso: “Sígueme”.
Ese momento lo cambia todo. Lucas dice que Leví “dejándolo todo, se levantó y lo seguía”. Este es el lenguaje del arrepentimiento. No hablamos de un remordimiento pasajero, sino de una transformación radical. Un hombre que hasta hace segundos vivía de las ganancias deshonestas se levanta de su mesa de recaudación y decide caminar tras el Hijo de Dios. El arrepentimiento, entonces, no es simplemente sentir culpa, sino responder con obediencia a la voz del Señor.
Lo sorprendente es cómo continúa la historia. Leví no se encierra en su nueva fe, sino que abre su casa para un gran banquete en honor a Jesús. Y a esa mesa no invita a los “respetables”, sino a quienes eran como él: publicanos y pecadores. En otras palabras, la misericordia de Jesús se expande. Lo que comenzó en un corazón arrepentido ahora se convierte en una celebración comunitaria donde los más rechazados tienen un asiento junto al Maestro.
Pero no todos ven la escena con alegría. Los fariseos y escribas, guardianes de la religiosidad externa, observan y murmuran: “¿Por qué comen y beben con los publicanos y pecadores?” (Lucas 5:30). Para ellos, un maestro que se dignara a sentarse con semejante gente quedaba desacreditado. Era inaceptable que alguien que hablaba de Dios se mezclara con lo impuro. Su religión no podía comprender que el evangelio era, precisamente, buenas noticias para los pecadores.
Jesús responde con una claridad que atraviesa los siglos: “Los sanos no tienen necesidad de médico, sino los que están enfermos. No he venido a llamar a justos, sino a pecadores al arrepentimiento” (Lucas 5:31–32). Aquí encontramos la esencia misma de su misión. El Hijo de Dios no vino a felicitar a los que creen que no necesitan ayuda, sino a sanar a quienes reconocen su enfermedad espiritual. Así como el enfermo corre al médico, el pecador corre a Cristo.
La misericordia de Jesús no lo hace partícipe del pecado de los demás; más bien, su presencia transforma. Donde los fariseos veían contaminación, Jesús veía oportunidad de salvación. Donde había desprecio, Él ofrecía dignidad. Y donde abundaba el pecado, sobreabundaba la gracia.
El contraste con los fariseos es inevitable. Ellos se preocupaban por las formas externas: ayunar, aparentar devoción, guardar tradiciones. Incluso cuestionaron por qué los discípulos de Jesús no ayunaban como los de Juan o los de ellos. Pero el problema no era la práctica en sí, sino el corazón. Su religión había olvidado que Dios “quiere misericordia y no sacrificio” (Oseas 6:6). Habían convertido la fe en una competencia de ritos, mientras despreciaban a quienes más necesitaban de la gracia.
Nosotros tampoco estamos lejos de esa actitud. Con facilidad levantamos muros y dictamos juicios: “Ese no merece estar en la iglesia”, “aquel no puede servir”, “ella no cambiará nunca”. Pero la historia de Leví nos recuerda que el evangelio no se trata de méritos, sino de misericordia. Si Cristo nos alcanzó, no fue porque éramos justos, sino porque nos ha mostrado nuestra necesidad de salvación.
Por eso, este relato nos invita a examinarnos. ¿Somos más parecidos a Leví, que responde con humildad y gozo al llamado de Cristo, o a los fariseos, que desde su aparente justicia desprecian a los demás? El arrepentimiento verdadero siempre produce fruto, pero nunca comienza con el orgullo. Nace en la conciencia de que somos pecadores que necesitan gracia.
La escena termina con una imagen inolvidable: Jesús sentado en una mesa rodeado de publicanos. Para la mirada religiosa, era un escándalo; para la mirada de la fe, era el inicio de una nueva familia reunida en torno al evangelio. Y es que el evangelio sigue siendo esto: buenas noticias para los que saben que no son buenos, pero que han sido alcanzados por la misericordia de Jesús.
Al contemplar a Leví, entendemos que nadie está demasiado lejos para ser alcanzado por Cristo. Su invitación sigue en pie: “Sígueme”. Y quienes responden con arrepentimiento descubren que no solo se levantan de su mesa de pecado, sino que encuentran un lugar en la mesa del Salvador.
Pastor de Iglesia Bíblica Palabra de Verdad desde 2018. Está casado con Johana Pérez Tabera y tienen dos hijos (Lían y Zoe). Es psicólogo de profesión, tiene un diplomado en estudios bíblicos del instituto integridad y sabiduría y actualmente completa sus estudios de licenciatura en teología en el Seminario Teológico Bautista Dominicano.